miércoles, 21 de marzo de 2012

Sólo si tu quieres, podemos casarnos

Sólo entrar al edificio apresuré el paso. Ilyana iba detrás de mí, todavía hablando; Enrique, hasta atrás porque como buen caballero nos había dejado subir primero. Estaba hastiada.

Abrí la puerta y ocupé mi lugar.

-No quiero volver a ir a la tienda con Ilyana -dije, escéptica del comportamiento de mis dos compañeros en un corto trayecto a comprar chucherías.

La chica había entrado; se rió al escucharme y con todo lo entrometida y ruidosa que había demostrado ser en los últimos veinte minutos, soltó toda la sopa.

-¡Henry le dijo a Fátima que quería casarse con ella!

Apoyé mi cabeza en mi mano con fastidio. Así era.

Fue una conversación casual acerca de la caballerosidad de algunos hombres al momento de cubrir los gastos de las mujeres, y de cómo nos sentíamos al respecto.

-No te preocupes, yo lo pago. -y fluidamente añadió- Cuando quieras nos casamos.

"Ese tipo de comentarios es lo que hace que las diez personas en nuestro salón digan que tú y yo tenemos algo, lerdo" pensé, mientras giraba la cabeza y trataba de no darle importancia al comentario.

-¿Ya ves? -dijo nuestra compañera- Cásate con él.

-No tiene que hacerlo si no quiere -respondió, tranquilo, con comprensión, hablando más conmigo que con ella.

Extendió el dinero y pago las cosas. Sólo las mías. Compró unas galletas y me las dio. He de decir que estoy algo avergonzada de la cara de asco que puse, pero lamentablemente así salió, con un enorme signo de interrogación en el rostro y una súplica para que no lo hiciera.

Caminamos de regreso a la escuela con Ilyana insistiendo con el tema del matrimonio.

-¿Quieres que se casen? -le pregunto, ya más calmada y seria.

Yo no quería oír la respuesta, la que fuera. Que se callaran, que las clases terminaran. Quería ir a mi lugar feliz y ellos estaban tapando la entrada repartiendo volantes con ofertas de pollo asado.

-¿Cómo puedes preguntarle que si se quiere casar con alguien a quien conoce de hace tres semanas? -exclamé, ya algo exasperada.

La chica me ignoró, como ya se volvía su costumbre, y él, con su característica necesidad imperiosa de opinar sobre todo en todo momento, y manotear y hablar de su verdad como única, en espera de la rendición de la parte opuesta, intentó decir algo.

-Pero no puedes decir que eso importa en el amor, porque...

Amor. ¿Hablamos de amor ahora? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué puede pasar en la cabeza de un hombre de mediana edad para decidir algo tan importante como la persona con la que quieres pasar tu vida y lo que sientes hacia ella? ¿Es tan fácil como llenar los requisitos de lo que buscabas en alguien?

La muchacha volvió a tomar la palabra, y deteniéndonos a ambos en la entrada de la escuela, lo miró y dijo:

-¿Quieres casarte con ella?

-Claro que sí. -dijo, decidido sobre su respuesta, indeciso sobre si expresarla o no.

Su interrogadora chilló, se movió de un lado a otro e hizo un montón de ruiditos y se volteó hacia a mí.

-¿Y tú? ¿Quieres casarte con él?

-No. -dije al momento, incrédula, y con una expresión que sólo había visto en la cara de Julia en la preparatoria, como de quien habla con alguien a quien decididamente le importa un carajo.

-¡Te vas a arrepentir...! -dijo en voz alta la mujer, comenzando con sus especulaciones acerca de la oportunidad de la que me perdía, sin decirlo realmente en serio.

Cuando terminó de contarlo al salón, la broma siguió y las burlas y exageraciones fueron por parte de todos. Continuamos nuestras láminas y el barullo terminó.

Ese día, por primera vez, Enrique se fue del salón antes de tiempo.

jueves, 15 de marzo de 2012

De cuando tener trabajo no te da derecho de menospreciar lo que la gente hace

Enfrente, en la silla de oficina, Luis: estatura media, delgado, cara de galán, voz grave y de bajo volumen, conductor de un camión de Sabritas. Al lado, en el sillón con tres asientos, Iliana: alta, delgada, morena, bella, trabajadora en el Instituto Duranguense de Educación para Adultos (IDEA), no como maestra. Junto a ella, José Manuel: bajo, relleno, cara de niño, tez blanca y cabello claro, trabajador en un negocio propio. De mucho dinero. Entre ellos y yo, María José: estatura media-alta, blanca, delgada, de cabello y apariencia general desprolija, se dedica únicamente al estudio. A mi lado, en el sillón de dos asientos, Enrique: estatura media, delgado pero sin forma, cara algo gastada y mayor, moreno, trabaja en no sé dónde.

-Es que el trabajo. Dice Luis.

-Sí, no mames, el trabajo. Secunda José Manuel.

-Es que si está bien pesado, estudiar y trabajar. Apoya Iliana. ¿Tu no trabajas, verdad? Le dice a Mary.

-No. Contesta y ríe ella.

-¿Y tú...? -Me dice ahora a mí, sin dejarme contestar- Ah, no, tu estudias música. Dice, condescendientemente.

-Eh, oye si está cabrón eso, eh, güey. -me defiende Mary.

Todos ya están tomados. Bueno, estamos.

José Manuel asiente con mucho convencimiento, y aunque Iliana no ha cambiado de opinión, hace lo mismo, apoyada por el alcohol.

-Como sea igual es mejor que estar sentada comiendo gorditas en la oficina -continúa Mary, con todo el tono acusador que ocho cervezas le pudieron dejar.