lunes, 26 de noviembre de 2012

La felicidad como un estado de tranquilidad y aceptación más que una euforia desmedida


"Así va a terminar nuestra novela." Pensé. Esa novela que hemos venido garabateando desde hace tres años y de la cual sólo he escrito dos líneas en una nota del celular.
Quién sabe, igual y hay más cosas por delante, algún cambio interesante en nuestra dinámica, un repentino giro en la trama o el regreso de un personaje para un epílogo, pero en lo que a mí concierne el punto final lo puse ahí.
Vi en su cara la preocupación. Se dibujaban entre sus cejas los asuntos sin resolver de los que se había dado cuenta, y en su ceño fruncido y su mueca displacida esa extraña sensación de indiferencia. "Yo ya terminé aquí. Y me doy cuenta que tu no. Pero yo ya lo hice, así que lo que tu hagas después no es de mi incumbencia".
Tenía pintada en la cara una fastidiosa sonrisa de satisfacción, con los hombros relajados y como cuarenta kilos de remordimientos menos en el pecho.
Cuando por fin estuve tumbada en mi cama viendo el techo me resultaba realmente increíble pensar en todo el tiempo que había perdido no sintiéndome así de bien. No se trata de haber vivido infeliz, enojada, triste, celosa, envidiosa. Sólo... pesada.
"No quiero pasar otro día así." Me dije. Y era cierto; mas que sentir una desesperación por cambiar, pensé que resultaba sólo lógico que el cambio fluyera. ¿Qué sentido tendría seguir pensando en lo mismo una y otra vez si no había una acción como resultado?
No quiero esperar más. No quiero perder otro día sin sentirme tan cómoda conmigo misma.
Al día siguiente mi prioridad fue hablarle a ella.

"Discúlpame." le dije con toda sinceridad.

No hubo ninguna explosión de euforia; ninguna alegría desmedida.
Sin embargo, los días siguientes siguieron siendo tan buenos como ese.


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